27 marzo 2011

capturame

Eduardo mira fijamente al chico guapo que está gritando en la barra.

- …porque voy a sacarte la mierda.
El chico salta sobre su oponente y cae, sobre él, al piso. Por unos minutos nadie piensa en separarlos. Estas peleas no duran mucho, estos niños engreídos se cuidan mucho de no maltratarse. Pero uno se da cuenta que el del piso está perdiendo con roche. No se mueve.
- Oye, oye… ¡¡oye!!
Le está pasando la voz al que está a su costado.
- Oye, no se mueve el huevón, esta inconsciente…
- Ah?
- Huevón, no se mueve huevón, ¡¡no se mueve!!
Nadie querría cargarse con la tarea de parar a Javier. Nadie sabía cómo hacer para que soltara su presa. Un fucking pitbull prensado sobre su presa, y disfrutándolo. De pronto algunos (valientes pero aterrados) se fueron acercando en silencio hasta estar muy cerca. Lo agarraron entre 5 y lo sujetaron contra el piso. “está una mierda, ¿alguien puede ver si está vivo?”. Todos se vuelven hacia el caído. Javier desaparece.

***

El pucho de las nueve de la mañana. En general, trataba de no fumar. O no. Ya no tenía tantas ganas. Un hilo de nausea lo seguía continuamente.
Aunque se sorprendía deseándolo con más frecuencia de la que lo tenía a mano. No siempre lo tenía a mano. Un cigarro a las nueve de la mañana significaba haber despertado antes de las seis.

El pucho de las nueve de la mañana significaba un mail para las diez. Y claro que algo andaba mal a esa hora, si estaba despierto, probablemente en su carro, mirando cualquier pedazo de agua que tuviera cerca. El mar en Lima, un lago en la sierra o un rio en la selva. Un charco en el Sahara sería suficiente.


El agua le hacía algo.


Ahora, frente al mar de la costa verde, no podía evitar ver el fantasma de su amigo, chela en la mano, hablando de niños índigo y del fin del mundo. Él, Javier, ese chibolo de 19 años, decía que el mundo se iba a acabar y que no quedaba mucho tiempo.
Él, con sus 26, ya no estaba tan seguro que el mundo acabara antes que él pudiera acabar consigo mismo. Javier seguía excitado por la paliza que le había metido a ese "huevonaso".


-¿Y si lo mataste?

Javier se quedó callado, pero nervioso.

No creo. No creo. Le pegué duro, muy duro, pero no lo maté.


O no lo sé.


Estaba muy drogado. Estoy muy drogado.

La brisa del mar parece despejarle la mente.


- ¿Si lo mataste?

- No lo sé. Pero creo que no me quiero quedar aquí para averiguarlo.

***

El horizonte se repite y se repite y se repite, a la derecha, a la izquierda y al frente. Eduardo maneja, sube el volumen de la radio, cambia de canción con el control remoto. El sol se cuadra en su parabrisas, quema y rebota en sus lentes oscuros. Aparece el mar.
- Ey, Javier.
A su lado, torso sin polo, caliente por el sol, con algunas gotas de sudor en la frente, busca una botella de agua y encontrándola, la toma despacio.


- Vaos a la playa.
- Nau?
- Nao!

Ahora el horizonte se alza sobre ellos en una montaña de agua.

En la playa, Javier salta a la arena desde el asiento del carro, y de otro salto se ha desvestido y corre hacia el mar.

Eduardo lo sigue despacio.

***

Javier se seca al sol, tirado sobre la arena. Eduardo mira el sol, escribe en un cuaderno.

“No hacía nada. No me apetecía salir, conocer gente. Sobre todo conocer gente. Lima, como siempre, llena de perversiones, llena de gente inquieta, de oportunidades, de novedades, de mierda. Un ritmo palpitante se movía de noche.
Ocupaba esas horas con trabajo y luego caía pesadamente sobre mi cama, dormido. Yo trabajaba para ellos. Me metía al bolsillo sus billetes ganados, malgastados en alcoholes, sus misias propinas. Yo trabajaba para ellos, la masa palpitante, y me reía de sus sufrimientos evanescentes, de sus ebrios y húmedos llantos.

Pero no me podía esconder detrás de ellos para siempre. Al final siempre me veían, siempre estaban demasiado cerca, siempre me encontraban. Tendría que escapar, pronto.
¿Cómo lo lograban? No importaba lo desagradable y áspero que fuera, siempre alguien llegaba dónde mi. Y yo los odiaba de veras.”

Javier pregunta, ¿qué escribes? Eduardo contesta, huevadas. Qué huevadas. Huevadas cojudas. ¿Por qué las escribes?
Eduardo lo mira. “Por las huevas”, contesta, totalmente de acuerdo consigo mismo. “Cojudeces que ya no le sirven de nada.

Está contento. Sonríe ligeramente.


(2007)